Lo
más importante de este intento de poner orden en la emoción no es
el recuerdo de todo lo que pasó sino la certeza de habernos
convertido en el futuro que jamás pensamos que llegaría.
Aprendí
a insultar en inglés, a calcular las distancias en unidades de
tiempo, el tiempo que faltaba para verte, el tiempo que tardaríamos
en salir corriendo, el tiempo que tardaría en llegar al sitio donde
quedábamos siempre sin que nadie me viera, aprendí a escuchar
canciones en blanco y negro, a coreografíar el silencio, cómo olía
la flor que me puse en el vestido el día de la graduación. Nunca supo nadie quién me la había regalado.
Aprendí
a llegar a tu casa antes de que me dijeras donde vivías. Aprendí a
esperar en la puerta hasta que bajabas con una caja de galletas que
compartíamos escondidos cuando se te pasaba el susto de verme allí,
cabezota, desobediente, vete a casa, no me voy.
Aprendí
sobre todo a desobedecer. A desobedecer a todo el mundo, incluído a
ti. A tener siempre la puerta de la clase abierta porque decidí que
siempre sería libre, que me escaparía todas las veces que fuera
necesario hasta que entendieras que no me creía nada de lo que me
decías, que no querías verme, mentira, que no podemos vernos,
mentira, olvídame, mentira. Aprendimos a querernos en medio de todas
las locuras incluso cuando parecía que jamás aprenderíamos y que
daba igual.
Aprendí
a interpretar tus gestos como si fuera un indio persiguiendo pájaros
en el cielo, intuyendo la tormenta, la guerra a punto de ser
declarada. Desobedecí a todo el mundo hasta que gané. Gané que te
quedaras conmigo aunque te fueras, gané la confianza ciega, el amor
improbable de las criaturas imposibles, gané que nos latiera el
corazón a tanta velocidad que lo conseguimos todo, detener guerras,
mover montañas, esquivar balas.
Ganamos.
Me
pregunto si sigues luchando tus batallas.
Me
pregunto si sigo haciéndolo yo ahora que tengo más ganas de
recordarte que de verte.