lunes, 17 de diciembre de 2018

LO QUE APRENDÍ


Lo más importante de este intento de poner orden en la emoción no es el recuerdo de todo lo que pasó sino la certeza de habernos convertido en el futuro que jamás pensamos que llegaría.

Aprendí a insultar en inglés, a calcular las distancias en unidades de tiempo, el tiempo que faltaba para verte, el tiempo que tardaríamos en salir corriendo, el tiempo que tardaría en llegar al sitio donde quedábamos siempre sin que nadie me viera, aprendí a escuchar canciones en blanco y negro, a coreografíar el silencio, cómo olía la flor que me puse en el vestido el día de la graduación. Nunca supo nadie quién me la había regalado.

Aprendí a llegar a tu casa antes de que me dijeras donde vivías. Aprendí a esperar en la puerta hasta que bajabas con una caja de galletas que compartíamos escondidos cuando se te pasaba el susto de verme allí, cabezota, desobediente, vete a casa, no me voy.

Aprendí sobre todo a desobedecer. A desobedecer a todo el mundo, incluído a ti. A tener siempre la puerta de la clase abierta porque decidí que siempre sería libre, que me escaparía todas las veces que fuera necesario hasta que entendieras que no me creía nada de lo que me decías, que no querías verme, mentira, que no podemos vernos, mentira, olvídame, mentira. Aprendimos a querernos en medio de todas las locuras incluso cuando parecía que jamás aprenderíamos y que daba igual.

Aprendí a interpretar tus gestos como si fuera un indio persiguiendo pájaros en el cielo, intuyendo la tormenta, la guerra a punto de ser declarada. Desobedecí a todo el mundo hasta que gané. Gané que te quedaras conmigo aunque te fueras, gané la confianza ciega, el amor improbable de las criaturas imposibles, gané que nos latiera el corazón a tanta velocidad que lo conseguimos todo, detener guerras, mover montañas, esquivar balas.

Ganamos.

Me pregunto si sigues luchando tus batallas.
Me pregunto si sigo haciéndolo yo ahora que tengo más ganas de recordarte que de verte.


jueves, 13 de diciembre de 2018

REIRNOS DE TODO


Tenemos la edad que teníamos la última vez que nos vimos.

Nos reíamos de todo con la misma facilidad con la que esquivábamos a los enémigos de lo absurdo. Aprendí a amar lo absurdo el día en que decidí confesarte que te quería y como respuesta recibí la bronca más grande que he recibido nunca. Porque era absurdo, ilógico, irresponsable y perfectamente imposible.

Amo lo ilógico desde entonces, lo perfectamente imposible, el caos del que nacen las estrellas, todo lo que me desconcierta, todo lo que pone el mundo del revés. Jugué con el desconcierto y me reí de ti, como la gran insensata que era, me reí y me burlé y me arriesgué a que me expulsarás de la vida porque era mi última carta. Cobarde. Responsable, lógico, perfecto. Grandísimo cobarde. Hasta las lágrimas. Hasta que aceptaste que no me iba a ir sin mi respuesta. Absurda, ilógica, irresponsable.

Las noches eran eternas, los saltos al vacío inevitables. El vértigo, buscarte, no encontrar el camino y saltar igualmente. Las cicatrices en la memoria que me recuerdan todo lo que conseguimos cambiar. Todas las decisiones que tomamos hasta que decidí que me iba para siempre y me llamaste cobarde y me dejaste ir porque tenía que cambiar el mundo pero cobarde, absurda, te echaré de menos, te daré las gracias siempre, cuidaré de ti siempre.

Nuestro triunfo fue no traicionarnos nunca. Escupir a la cara de todos los que nunca creyeron que lo conseguiríamos. Romperlo todo y reirnos de ellos.

Tendremos siempre la edad que teníamos la última vez que nos vimos.
Seremos como todas las promesas que cumplimos sin dudar.


martes, 4 de diciembre de 2018

LA MAGDALENA DE LOS MIÉRCOLES


No me gustaban los miércoles hasta que se convirtió en el día de las magdalenas clandestinas. Yo las llamaba magdalenas clandestinas porque me gustaba poner adjetivos a las cosas que te pertenecían. Los rotuladores, los abrazos, las libretas, el jersey de colores que siempre fue mi favorito…Tú las llamabas simplemente magdalenas.

Cada miércoles me buscabas en clase y me dabas una magdalena perfecta. Las comprabas en la panadería de la esquina de tu casa. Muchos años después volví a pasar por delante de aquella panadería sin atreverme a entrar y comprar magdalenas. Nunca Proust y su búsqueda del tiempo perdido tuvo tanto sentido.

Que me dieras de comer me parecía tan maravilloso que durante por lo menos una hora era incapaz de entender nada que me dijera el profesor que tenía delante. Me daban igual los ríos, las montañas, los sujetos y los predicados y, especialmente, las malditas ecuaciones. Aquella magdalena que me dabas cada miércoles, aunque tuvieras que desviarte y llegar tarde a tu propia clase, representaba el lejano momento en que salimos de las cuevas donde pintábamos bisontes e inventábamos cosas importantes como el fuego, la tortilla de patatas o los abrazos de tornillo. Representaba cada vez que decidiste cuidar de mi como si no te pareciera suficiente el bocadillo del almuerzo. Cada vez que supimos que sobreviviríamos a pesar de todo.Necesitaba aquella magdalena para reconciliarme con los miércoles, con las ausencias, con las malditas ecuaciones y, a veces, con el mundo.

El año en que decidimos que nos queríamos estalló la guerra en el país que supe que amaría siempre. Bagdad resonaba en mi cabeza a miles de kilómetros de distancia. Tenía pesadillas en las que las bombas caían sobre tu casa y yo me despertaba temblando y con frío de otoño temprano. Casi 30 años después Bagdad sigue siendo el recuerdo de la guerra que intentamos detener gritando en la calle cuando yo todavía no tenía edad para votar y tú me decías que me querías porque creía que era posible parar guerras gritando en las calles.

Bagdad siempre será el miedo a perderte.

Y perder el miedo a las bombas que caerían sobre mi si podia salvarte a ti y a la magdalena de los miércoles. Nuestro pequeño triunfo clandestino. La guerra que acabamos ganando.

jueves, 22 de noviembre de 2018

AVISO DE BOMBA


La decisión más insólita la tomamos un día a 346 kilómetros de casa. Fue la primera de muchas decisiones extrañas e irrepetibles que a mí me maravillaban por su evidente sencillez y a ti te dibujaba en los ojos una expresión de susto perpetuo.

A algún adulto le había parecido una buena idea ir a visitar un museo precioso después de tres noches de insomnio adolescente. Recuerdo el cansancio y la sensación de contemplar los cuadros desde alguna nube medio en sueños. Te recuerdo a distancia, con la seriedad del que vigila, el flequillo despeinado, la camiseta un poco arrugada. Mis amigas y yo imitábamos los gestos de las bailarinas de Degas y tomábamos apuntes importantísimos para algún trabajo que tendríamos que hacer más tarde. Calculé el tiempo que tardarías en acercarte y en hacer un comentario sobre el cuadro. Me equivoqué por diez segundos. No tenías ni idea de pintura y te expliqué cosas sobre la importancia del instante captado al vuelo, lo efímero del momento, la niebla que envolvía a la bailarina, la mentira de lo eterno. A veces sonreías distraido y jugabas con un botón de mi bolso.

Cuando dieron el aviso de que debíamos evacuar el edificio por una amenaza de bomba estábamos discutiendo por cualquier cosa sin sentido. Mirarnos a los ojos. Mantener la calma. Buscar la salida de emergencia. Seguir al rebaño. Tardé en darme cuenta de que me apretabas la mano y de que sin querer habías arrancado el botón de mi bolso.

Bajando las escaleras te hice parar para decirte que a lo mejor nos moríamos. Y no entendías nada porque estaba claro que no nos íbamos a morir en un museo a 346 kilómetros de casa, que saldríamos de allí ordenadamente como todas las veces que habíamos practicado en el instituto y que hiciera el favor de no pararme y que querías comer churros. Porque siempre decías alguna cosa parecida a que querías comer churros para que me diera cuenta de que no estabas enfadado de verdad.

Yo parada en una escalera de un museo madrileño pensando en las bailarinas de Degas mientras tú me decías que querías ir a comer churros y la gente evacuaba el edificio por si acaso explotaba una bomba etarra. Así tomábamos las decisiones normalmente, en medio del caos. Y allí tomamos nuestra primera decisión absurda y maravillosa.

Muchos años más tarde busqué el bar donde nos escondimos cuando conseguimos salir del museo pero ya no existe. Tampoco existe la tienda donde entramos a comprar un botón muy feo para substituir al que habías arrancado de mi bolso. A ti te parecía bonito y nunca te dije que era muy feo. Después empecé a viajar sin ti a sitios donde las bombas estallaban de verdad. Y pensaba siempre que a lo mejor nos morimos y que el instante es efímero.

Desde entonces me desoriento en todos los simulacros de evacuación y tomo decisiones absurdas cuando me rodea el caos.

sábado, 17 de noviembre de 2018

QUERIDO M.


Querido M.

Los resortes de la memoria son extraños. Recuerdo tu pelo, tus gafas, tus dedos manchados de tinta, la mirada siempre atenta, casi siempre sorprendido por cualquier cosa que te explicara, tu letra en mis apuntes de clase, el miedo que me daba verte serio cuando te necesitaba, la primera vez que te vi realmente enfadado, injustamente enfadado. Me sigue pareciendo una injusticia mil años después. Era jueves por la tarde y llevabas una bufanda azul. Recuerdo tus macarrones con tomate, el café con leche y galletas para pasarme la noche despierta, estudiando, escuchando tus canciones, imaginando los viajes que nunca haríamos.

Siempre recuerdo tu voz, sobre todo. El eco de las palabras flotando a mi alrededor, formando la red que todavía me salva cada vez que el abismo me reclama. La vida ha sido revolución desde entonces, desde siempre, desde el momento en que entendimos que para siempre era mucho tiempo, que pasara lo que pasara jamás dejaríamos de ser revolución y lucha. Todas nuestras batallas, también las que perdimos, vuelven a veces en formas extrañas como los mecanismos que activan los recuerdos. Tus botas marrones, tu maleta llena de apuntes y de libros, el collar de la suerte para los exámenes que me sigue haciendo falta de vez en cuando. Sigo recordando tu cumpleaños cada vez que llega el invierno.

A veces éramos torpes, un desastre, para qué negarlo. Me desconcertaba como pasabas del entusiasmo a la exigencia, sin darme tiempo a respirar. Como de repente todo era serio y un poco absurdo. Casi nunca entendía el misterio de tus silencios. El vértigo desordenado de tu ausencia incomprensible. Atravesarlo todo, romperlo todo, enloquecerlo todo, gritarlo todo. Lo rompimos todo. Esta historia en prosa estaría llena de borracheras adolescentes, de debates de madrugada, de huidas en dirección a ningún sitio, de canciones con estribillos que me recordaban que había estado pensando en ti sin darme cuenta. Esta historia en prosa no tendría ningún sentido. 

Querido M. Nuestro caos fue un oasis en el centro de una vida extraña donde todo debía tener una explicación. Fue maravilloso que fueras inexplicable, que el objetivo fuera vivir, que el objetivo fuera maldecir el tiempo y su peso inaguantable, que quemáramos todos los puentes en la huida, que no tuvieramos ningún refugio al que regresar.

Fue extraordinario que hicieras nido en todos los árboles de mis sueños. Que fueras mi brújula cuando la única alternativa era perderse. Que fueras el tesoro en el centro de mi mapa. Revolución hasta el final. Siempre lo supimos. Nunca conformarnos. Querido M.

sábado, 27 de enero de 2018

Nuestra Señora de Saydnaya

Nuestra segunda visita al valle de Bekaa fue intensa. Antes de salir de Beirut visitamos la tienda de un anticuario y a nuestro regreso paramos el coche en un recodo de la carretera para ver la puesta de sol. Beirut lejana y ruidosa, el sol desapareciendo en el mar que nos conectaba con Barcelona. Siempre, detrás de cada puesta de sol, nos decíamos que al otro lado estaba Barcelona. Y nosotros allá, sacudiéndonos la tristeza que nos dejaban las historias de la guerra cuando volvíamos de visitar el campo de refugiados sirios.

La tienda del anticuario era un laberinto de pisos crujientes y polvorientos. Un caos misteriosamente ordenado donde se acumulaban lámparas, muebles, libros antiguos que habían llegado allí después de la guerra y que quizás venían de Damasco o de Alepo, según nos iba explicando el propietario del negocio. Espejos, alfombras, espadas. Un chico joven que trabajaba en la tienda nos iba siguiendo, atento y discreto. Dejaba olor a incienso a su paso. Cruces de madera, iconos dorados, santos orientales. ¿De verdad nos esperaba fuera el bullicio de la ciudad? Las antigüedades te obligan a andar un poco de puntillas, a tocarlas apenas con las yemas de los dedos como si así pudieras evitar que el tiempo siguiera avanzando, que el polvo lo cubra todo. La lucha eterna, el tiempo, las cenizas de nuestros recuerdos. Cuántos portales a otros mundos detrás de cada objeto...

Rebuscando en una caja de madera encontré un medallón con una imagen de Nuestra Señora de Saydnaya.  Nuestra Señora de Saydanya, no nos abandones en árabe y en inglés.

La ciudad siria de Saydnaya está a un par de horas de Beirut en coche, a unos 35 km de Damasco. Actualmente se la conoce por la prisión militar que Amnistía Internacional ha descrito como un matadero humano. Tortura, sufrimiento, muerte y dolor. La guerra. 

Antes de todo esto se podía visitar el monasterio cristiano que hizo construir el emperador Justiniano después de que se le apareciera la Virgen en forma de gacela, en el año 547 d.C. Fue un lugar de peregrinación desde los tiempos de las Cruzadas. El muchacho que olía a incienso me explicó que tanto los cristianos como los musulmanes visitaban el monasterio y rezaban a la Virgen. Antes de la guerra, antes de que Saydnaya fuera una lugar de tortura y sufrimiento. Nuestra Señora de Saydnaya, no nos abandones.

Rozo el medallón con la punta de los dedos, temerosa de activar no sé qué memorias de tiempo y cenizas. Polvo de estrellas. ¿De qué peregrino fue antes de ser mío? Se acumulan las plegarias antiguas como espadas, alfombras, espejos, libros, cruces doradas, santos descoloridos. 

Beirut seguía intacta cuando salimos de la tienda. Nos esperaba impaciente en el momento exacto de comenzar una nueva historia. Como siempre.